sábado, 13 de junio de 2009

Antes del desayuno

Recuerdo la mañana que desperté y Gabriel aún no se había ido. Lo sentí muy cerca de mí, como adherido en un abrazo inalterable. Percibí la humedad de su aliento tibio en mi cuello y conté uno a uno los latidos de su corazón. Aún dormía, pero tuve la impresión de que estaba consciente y me veía. Se me ocurrió que en ese momento podía perderme a su lado para que él me trajera de vuelta entre besos y caricias. Entonces, me susurraría al oído unas cuantas palabras inventadas al momento cargadas de sentimentalismo primaveral para mí. No me gustó. Prefiero pensar que me vuelvo invisible y él no puede encontrarme. Sentirme suspendida en una burbuja atemporal donde todo es un sueño es demasiado para mí. Ni siquiera en Buenos Aires me había sentido de esa manera. Y es terrible pensar que eso fue hace tan poco tiempo, y a la vez hace tanto que me regresa todo con una nota amarga de nostalgia. Me descubro envejecida en menos de un año y la sensación me congela. No quisiera despertar un día y tener que preguntar en cada puerta por la vida que se me escapó. Sin reconocerme a mí misma, sin tener nada que me ayude a seguir adelante. Se vuelve tan irreal compartir el mismo espacio con Gabriel, cuando hace menos de una semana lo descubría espiándome entre la multitud donde no somos más que casualidades. Escuché su respiración, y pensé que ya era hora de irme mientras él dormía para que no se diera cuenta de nada, para que pueda borrar mi existencia entera en un segundo. No soy aquello que él busca para ser mejor y él lo sabe. Pero vuelvo a encontrarme en su mirada, en sus palabras, en todo su ser que ya no le pertenece sino que es mío hasta el final de los tiempos. Y yo no me atrevería jamás a pedirle algo a cambio, y elijo escucharlo decir “No Ariadne, ya no”, pero no me importa. Dudo que alguna vez me importe.

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