Llegué a una puerta antes de que llegará la masa de gente que salía de hoyos en el suelo y me abarriqué dentro. Me encontré con ojos como los míos pero que se habían rendido mucho antes que yo. No sentí pena por ellas. Tomé sus manos y las ayudé a levantarse del suelo. Me agazapé a la puerta y escuché las voces atropelladas una detrás de otra. Tuvimos que cerrar la puerta con todas nuestras fuerzas si no queriamos que los demás entren y nos delataran, aislarnos de todos si queriamos tener una oportunidad. Eschabamos los tiroteos que no admitían el más mínimo margen de error. Oíamos los gritos desgarradores de personas sin nombre ni apellido, aquellos que nunca existieron, ni existirían después. Luego el ruido sordo de los cuerpos que caían al suelo. Muñecos inanimados que se alimentaron de ideales, y prefirieron morir antes de morderse la lengua y coserse los labios cuando tuvieron que hacerlo.
Supe que lo que cayeron conocieron de cerca el horror. Desde un agujero en la pared vimos como quemaron los documentos que probaban su existencia. Querían desaparecerlos de la faz de la tierra. Pretender que los cien o dos cientos muertos nunca existieron. Quisieron quemar hasta el último indicio de lo que había sucedido unas horas antes. Llegaron los uniformados de cabezas frías y apretaron los dientes cuando se les ordenó llevar todos los cuerpos del edificio al patio trasero. Como una última danza de muerte, estos apilaron los cuerpos en un solo lugar para luego llevarselos en camiones destartalados que nunca miraban atrás.